Francisco Sánchez Morcillo vendiendo sus dulces por las calles del pueblo
Ya
es noche entrada, Quico “el dulcero” ha llegado de La Zarza, donde todos los
días del año se desplaza, haga frío, calor o llueva; trae la mula del cabestro
con los dos arcones llenos de dulces elaborados en el obrador
de Mauro. En la parte posterior de la dulcería, procede a llenar las cestas
que, a la mañana del día siguiente, venderá por las calles. La cesta grande de
mimbre comienza a ser llenada con las ensaimadas, supone la mitad cesta, es el
producto estrella de la casa; sigue con las bolluelas, los rombos, los dulces
de chocolate, las rosquillas blancas, las perrunillas, y finaliza con los
productos más caros, los pasteles, las roscas de hojaldres y las de Santa
Clara.
Vuelve
a repetir la misma operación con otra cesta más pequeña (por la mañana, Nona,
su mujer, se la acercará a mitad de camino para proseguir la venta, hasta
completar la totalidad de las calles del pueblo).
Ya
es madrugada, hay que acostarse, al día siguiente hay que salir temprano, antes
de que los hombres se vayan a sus quehaceres, los niños al colegio y, además,
la tentación es grande, muy grande, no hay niño que se resista a un DULCE.
Amanece
en Villagonzalo, en sus calles retumba un grito:
“DULCES, ENSAIMADAS..... DULCES, ENSAIMADAS.....”
Así
día tras día, hasta que años más tarde, se compra un carro donde caben las dos
cestas, la venta se hace más cómoda y rápida, además en los días de lluvia lo
puede cubrir con un plástico, evitando así que se moje la mercancía.
Cuando
llega el verano, el trabajo se duplica. Además de los dulces, comienza la
elaboración y venta de helados.
En
el bar de Don Luis, abajo en el sótano, hay una máquina de fabricación de
barras de hielo. Saca las barras congeladas que están dentro de unos
recipientes de hierro, miden más de un metro, para sacarlas mejor, los
introduce en una piscina de agua a temperatura ambiente, así el hielo sale
rápidamente, después las introduce en un saco de esparto que lleva para tal
fin. Comienza a preparar la máquina del helado, echa alternativamente una capa
de hielo y otra de sal hasta completar el llenado. El hielo sobrante lo dejará
en un cajón lleno de paja, evitando que tarde lo más posible en descongelarse. Mientras tanto, Nona no para de
batir artesanalmente la leche, calcula el peso de azúcares y sabores, ralla
limones, distribuir la fruta escarchada, y observa como el preparado de leche y
sabores comienza a convertirse en helado de nata, vainilla, fresa, chocolate y
limón.
Se
acaba la siesta, en las calles retumba un nuevo grito:
“HELAO MANTECAO, QUE RICO HELADO Y QUE BUEN
ESTAO....”
Y
siempre el trabajo en la dulcería, el establecimiento ocupaba una habitación
llena de estantes de
madera y un
pulcro mostrador
pintado de blanco, con vitrinas de cristal, que completaban un
enorme ventilador de techo para hacer más agradable las temperaturas estivales.
Las estanterías llenas de chocolate “Las tres campanas de “El Gorriaga”, cajas
de galletas “Cuétara” que se vendían al peso,
envoltorios de turrones “El Lobo”.... La trastienda envuelta en los aromas de coco y vainilla, azúcar quemado y tostados de piñones y
almendras, que desprendían los cajones llenos de mercancía,
donde en época de comuniones, bautizos y bodas destacaba la clásica “tarta”,
compuesta de bizcocho bañado de mermelada, merengue y adornada con un muñeco vestido para la ocasión.
Es
imposible calcular los kilos de dulces y litros de helados que llegó a vender,
pero si podemos asegurar que sus “gritos de venta” marcaron la infancia de
muchos de los vecinos de esta pueblo.
Homenaje a mi padre. Quico “El dulcero”.
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