miércoles, 19 de junio de 2013

1943. "Mili" en Larache. Marruecos




Francisco Castañeda y José “Chelino” con una nativa.
Larache (Marruecos) 1943


Francisco Castañeda (primero a la izda) con dos compañeros.
Larache (Marruecos) 1944

Francisco Castañeda ejercitándose en el "campo amarillo" del cuartel. Larache. 1944

El porqué Francisco Castañeda y José García “Chelito” acabaron haciendo el servicio militar en Larache, fue consecuencia del Tratado de Fez firmado treinta años antes entre España y Francia, donde tomaron la decisión de dividirse el territorio marroquí. A España se le reconoció el territorio de la zona norte estableciendo un Protectorado que organizó territorialmente en cinco regiones s: Yebala, Gomara, Rif, Kert y Locus, encontrandose en esta última  la ciudad de Larache.

Durante los años que ejerció el Protectorado y, con el fin de mantener el territorio y el orden, el gobierno destacaba todos los años un numero considerable de soldados, bien de carrera o de reemplazo, participantes en multitud de batallas y guerras con las tribus de la zona.

No había recién finalizado la guerra civil cuando un buen día,  Nicolás Valadés el alguacil del ayuntamiento, llamó a la puerta de las casas de Francisco y “Chelito”, para comunicarles su entrada en quintas. Al celebrarse el sorteo, no fueron agraciados por la suerte al tocarles el destino peor considerado: África. ¡Que disgusto para los padres y familia¡ Irse tantos años a un sitio tan remoto, tan lejano, acompañados del miedo a lo desconocido, sumado a las enfermedades, el hambre, además ¡con los moros¡

La ilusión primera de conocer nuevos mundos se fue desvaneciendo en cuanto llegaron a la estación de ferrocarril, se hizo el silencio al llegar ese momento inevitable de la despedida y las lágrimas. Subieron en silencio la maleta en el tren y partieron hacia Badajoz, a la caja de reclutas, donde les entregarían unas pesetas y unos chuscos para emprender el largo viaje que les esperaba.

Acabada la larga travesía, por fin llegaron a su destino desembarcando en Larache  y, seguidamente partieron para el campamento perteneciente Grupo de Regulares “Larache nº 4”, fuerza militar compuesta por soldados españoles e indígenas rifeños, integrados en batallones de caballería e infantería llamados “Tabor” de los que pasaron a formar parte.

Primeros momentos de intensa actividad con el reparto de ropa con talla aproximada, entrega del máuser y el fugaz paso por la peluquería para ser rapados. ¡Ya podían considerarse soldados del ejército español¡

Los siguientes meses de reclutas fueron de dura instrucción en el “campo amarillo” del acuartelamiento. Además innumerables guardias nocturnas, difíciles y complicadas, con el fusil en las manos  siempre con una bala en la recámara, pues las órdenes eran claras ante cualquier sospecha de peligro: ¡fuego¡. Siempre con el corazón en un puño escuchando en las sombras como se comunicaba el enemigo entre alaridos incomprensibles La convivencia con los “moros” nunca fue nada buena, a pesar de que muchos de ellos eran “soldados españoles” pero no muy simpatizantes de España.

En las expediciones de castigo que hicieron a las kábilas de tribus hostiles sin apenas armamento, todo ello transportado en mulos por lo escarpado de un terreno desconocido por nosotros pero en el que ellos se movían como pez en el agua. Cuando empezaban a silbar las balas comenzaban las carreras entre los riscos, el nudo en la boca del estómago, el sudor frío que recorría las espaldas, los tragos al aguardiente para dar ánimos, los gritos de los heridos; tiempo después el silencio total, lúgubre y profundo, a veces mas doloroso que el estruendo de la batalla. Una vez a salvo, los comentarios en voz baja: ¡Que mal lo hemos pasado¡ ¡estamos vivos de milagro¡ ¡quién dijo miedo¡

Recorrieron pueblos y paisajes con nombres desconocidos para ellos y que años más tarde recordarían en las tertulias en cualquier esquina o bar de Villagonzalo: Larache, Arcila, Alcazarquivir, Aulef....

Una vida rutinaria y repetitiva con la instrucción, marcha, teórica... Siempre con mucho cuidado, pues los errores, la indisciplina, la insubordinación se pagaba con la prevención o la cárcel con lo que ello conllevaba: suciedad, hambre, piojos, ratas...

Y en el escaso tiempo libre, no se hacía nada, permanecían inertes sentados a la sombra, o bien recostados en los camastros, sin bares, sin libros porque la mayoría no sabía leer ni escribir, solo esperar la llegada del correo.

Y así transcurría el tiempo, con mucho calor de día pero un frío que pelaba por las noches; la cama sucia y muchos piojos; unos barracones viejos y oscuros que, en cuanto anochecía, unas ratas de miedo campaban a sus anchas; el rancho malo y escaso; el agua poca y de mala calidad, habitualmente había que filtrarla en arena para limpiarla de impurezas y aun así transmitía la enfermedad del paludismo que se trataba con quinina.

P.D. El 7 de abril de 1956, el Estado español reconoció la independencia de Marruecos, dando por finalizado el protectorado ejercido durante tantos años.

El dulce recuerdo de los dulces de ayer.

Hoy quiero hablarles de un hombre que contribuyó a endulzar la vida de los vecinos:

 Francisco Sánchez Morcillo vendiendo sus dulces por las calles del pueblo


Ya es noche entrada, Quico “el dulcero” ha llegado de La Zarza, donde todos los días del año se desplaza, haga frío, calor o llueva; trae la mula del cabestro con los dos arcones llenos de dulces elaborados en el obrador de Mauro. En la parte posterior de la dulcería, procede a llenar las cestas que, a la mañana del día siguiente, venderá por las calles. La cesta grande de mimbre comienza a ser llenada con las ensaimadas, supone la mitad cesta, es el producto estrella de la casa; sigue con las bolluelas, los rombos, los dulces de chocolate, las rosquillas blancas, las perrunillas, y finaliza con los productos más caros, los pasteles, las roscas de hojaldres y las de Santa Clara.

Vuelve a repetir la misma operación con otra cesta más pequeña (por la mañana, Nona, su mujer, se la acercará a mitad de camino para proseguir la venta, hasta completar la totalidad de las calles del pueblo).

Ya es madrugada, hay que acostarse, al día siguiente hay que salir temprano, antes de que los hombres se vayan a sus quehaceres, los niños al colegio y, además, la tentación es grande, muy grande, no hay niño que se resista a un DULCE.

Amanece en Villagonzalo, en sus calles retumba un grito:

“DULCES, ENSAIMADAS..... DULCES, ENSAIMADAS.....”

Así día tras día, hasta que años más tarde, se compra un carro donde caben las dos cestas, la venta se hace más cómoda y rápida, además en los días de lluvia lo puede cubrir con un plástico, evitando así que se moje la mercancía.

Cuando llega el verano, el trabajo se duplica. Además de los dulces, comienza la elaboración y venta de helados.

En el bar de Don Luis, abajo en el sótano, hay una máquina de fabricación de barras de hielo. Saca las barras congeladas que están dentro de unos recipientes de hierro, miden más de un metro, para sacarlas mejor, los introduce en una piscina de agua a temperatura ambiente, así el hielo sale rápidamente, después las introduce en un saco de esparto que lleva para tal fin. Comienza a preparar la máquina del helado, echa alternativamente una capa de hielo y otra de sal hasta completar el llenado. El hielo sobrante lo dejará en un cajón lleno de paja, evitando que tarde lo más posible en descongelarse. Mientras tanto, Nona no para de batir artesanalmente la leche, calcula el peso de azúcares y sabores, ralla limones, distribuir la fruta escarchada, y observa como el preparado de leche y sabores comienza a convertirse en helado de nata, vainilla, fresa, chocolate y limón. 

Se acaba la siesta, en las calles retumba un nuevo grito:

“HELAO MANTECAO, QUE RICO HELADO Y QUE BUEN ESTAO....”

Y siempre el trabajo en la dulcería, el establecimiento ocupaba una habitación llena de estantes de madera y un pulcro mostrador pintado de blanco, con vitrinas de cristal, que completaban un enorme ventilador de techo para hacer más agradable las temperaturas estivales. Las estanterías llenas de chocolate “Las tres campanas de “El Gorriaga”, cajas de galletas “Cuétara” que se vendían al peso,  envoltorios de turrones “El Lobo”.... La trastienda envuelta en los aromas de coco y vainilla, azúcar quemado y tostados de piñones y almendras, que desprendían los cajones llenos de mercancía, donde en época de comuniones, bautizos y bodas destacaba la clásica “tarta”, compuesta de bizcocho bañado de mermelada, merengue  y adornada con un muñeco vestido para la ocasión.

Es imposible calcular los kilos de dulces y litros de helados que llegó a vender, pero si podemos asegurar que sus “gritos de venta” marcaron la infancia de muchos de los vecinos de esta pueblo.

Homenaje a mi padre. Quico “El dulcero”.